Las campanas del cielo han comenzado a redoblar, y redoblan a fiesta. Voces triunfales estallan en los nueve coros de arriba; porque vale más el alma de un hombre que toda la creación visible, y porque un alma está peleando bien junto a la reja de San Bernardo. Pero Adán Buenosayres no las oye, y es bueno que no las oiga todavía: con sus ojos puestos en el Cristo de la Mano Rota, vuelve a esperar el anuncio de Alguien que tal vez lo haya escuchado. Y otra vez le contestan el silencio que mana del cosmos, el silbo de las palmeras aventadas y el canturreo de la lluvia. Su voluntad se quiebra entonces: desciende su mirada, gira él sobre sus talones y permanece allí como anonadado, frente al círculo de luz que un farol proyecta en los adoquines de la calle. Un perrito negro anda por allí, sentándose acá y allá sobre sus patas traseras, gimiendo y olfateando lugares, en el tormento de una deposición trabajosa; y Adán Buenosayres, muerto para sí mismo, sigue ahora con ojos todavía mojados las alternativas de aquel pequeño drama.
El cuzco negro se ha perdido en la noche. Adán cruza la calle Warnes y se interna en la de Mont-Egmont: a la crisis de su alma sucede ahora un gran silencio interior que nace del mutismo en que han entrado su memoria, su entendimiento y su voluntad. Pero, ¿qué figura es aquella que duerme tendida en el umbral de su casa?
—Un linyera —se responde Adán— Un pobre linyera que ha dado con sus huesos en Buenos Aires y se tumba donde lo agarra la noche.
Llaves en mano, Adán considera ese montón de trapos y envoltorios que se arrebuja en el umbral. Pero aquel hombre o no dormía o ha despertado, porque ahora se pone de pie y aguarda mansamente, como si el de aguardar fuera su gesto ineluctable. A la luz del farol esquinero, Adán contempla un rostro de barbas cobrizas y dos ojos entre consternados y alegres.
—¿Qué hace aquí? —le interroga.
—Espero.
—¿A quién?
El hombre de la noche ha sonreído.
—¡Qué sé yo! A todos.
Abriendo la puerta de calle, Adán piensa en el colchón que le sobra, en el escándalo que le armará doña Francisca no bien lo sepa y en el júbilo rencoroso de Irma.
—Entre —le dice al linyera, que ya recoge sus trastos.
Sin decir palabra, el hombre de la noche ha obedecido; y Adán lo ayuda en la tarea de cargar los atados roñosos que forman su equipaje. Luego, en plena oscuridad, sube hasta la puerta cancel y hace girar el llavín de la luz. Pero, al volverse, descubre que su hombre ha desaparecido. Baja corriendo la escalera, sale a la calle y escudriña en todos los rumbos: nada.
—Un pobre linyera —se repite Adán Buenosayres— Claro, ha preferido su libre intemperie.
Cierra la puerta de calle, sube a su cuarto, y no enciende la luz, temeroso de que sus objetos íntimos le salten a la vista y lo despojen del vacío absoluto en que ahora descansa. Se desviste en la sombra y extiende su cuerpo dolorido en el camaranchón que rechina: el sueño desciende a él como una gran recompensa.
Adán sueña que avanza con una legión de guerreros anacrónicamente armados, entre los cuales, y a golpes de rebenque, anda, se tambalea, cae de rodillas y vuelve a incorporarse un hombre que lleva una cruz. Y, ¡cosa extraña!, en aquel hombre azotado reconoce al linyera del umbral; pero en sus barbas cobrizas hay sangre ahora, y sucios lagrimones gotean de sus ojos entre consternados y alegres. Lo más curioso de aquel sueño es que la víctima y los verdugos están cruzando una ribera semejante a la de Olivos o el Tigre, bajo un sol torrencial que se exalta en el brillo metálico de las abejas y en el subido color de las mariposas. Una multitud festiva discurre por allí, sin inmutarse al paso del cortejo (¿es que no lo ven?), indiferentes al chasquido de la fusta (¿es que no lo oyen?). Machos y hembras bailan aquí, al son de un fonógrafo portátil que se desgañita en el suelo; allá, hombres y mujeres panzudos vigilan sus asados, abren latas de conservas y arrojan papeles grasientos; los chiquilines, aullando como fieras, cazan mariposas a golpes de toalla o apalean flaquísimos caballos de alquiler; parejas furtivas, tras un ojeo circular, se pierden con astucia en los cañaverales; viejos borrachos se insultan con lengua estropajosa, cambian golpes lentos y se desploman al fin vomitando a chorros; más allá, caras brutales, en círculo, se asoman a un reñidero donde gallos rojos de sangre batallan a espolonazos. Y Adán vuelve sus ojos al hombre de la cruz, y su ánimo se conturba en sueños ante la ceguera de aquel gentío: quiere gritarles, pero ningún sonido brota de su garganta. Observa entonces a los guerreros que marchan a su lado, y el terror lo invade, porque todas y cada una de aquellas fisonomías parecen símbolos: esta cara de tinte amarillento, con bolsas azules debajo de los ojos, es el mismo semblante de la Lujuria; en esa otra de nariz encorvada, filoso mentón y ojitos de clavo se nombra la Avaricia; allí están la Pereza de ojos lagañosos, la Cólera de apretadas mandíbulas, la Gula de doble papada y la Envidia royéndose los pulgares. Llorando de pavor, Adán tantea sus propias facciones, y en ellas descubre los mismos rasgos odiosos, mientras el cortejo se abre camino en la multitud ciega y el hombre azotado cae y se levanta.
Una gran quietud reina en el cuarto. El silencio sería total ahora sin el susurro de la lluvia y el rechinar del camaranchón bajo Adán Buenosayres que se agita en sueños. Presencias torvas retroceden: huyen vencidas y como a regañadientes hacia los cuatro ángulos del recinto. De pie junto a la cabecera, Alguien ha bajado sus armas; y apoyado en ellas vigila eternamente.
del libro Adan Buenosayres
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